jueves, 3 de septiembre de 2015

MI FELICIDAD



Ayer por la noche, cuando me fui a dormir, eran casi las doce. Tenía fiebre y mientras me ponía el termómetro cogí mi iPad y me dispuse a descargar la primera edición del diario El Mundo. De pronto se me abrió la imagen de portada y vi lo que parecía una playa de arena blanca y manso oleaje. En ella, y de espaldas, una persona atendía a algo que parecía tener entre las manos: ¿Un teléfono o quizás un walkie talkie? Llevaba un peto azul y rojo con rayas fluorescentes como los que llevan los equipos de emergencias. Las palabras escritas en el peto, así como la gorra que portaba me hicieron pensar que era extranjero. Lo que la imagen mostraba, de sus rodillas para abajo, se me ocultaba debido a la banda de color celeste que cruzaba el ancho de la página y sobre la que se imprimía, en grandes letras blancas, las palabras “EDICIÓN DE MAÑANA JUEVES 3 DE SEPTIEMBRE”. Con curiosidad por adivinar el significado de la fotografía acerqué mi dedo y toqué la pantalla. Mientras la línea de la descarga corría hasta el final pensaba a qué noticia podría corresponder aquella imagen velada que tenía delante: ¿otro atentado como el de Túnez, quizás? La playa se veía tranquila y aquello me confundía; quería leer el titular. 

De pronto la descarga finalizó y pude descubrir, ya en su totalidad, esa enorme fotografía, de más de media página, que ocupaba la portada del periódico. Donde antes estaba aquella banda azul que anunciaba la primera edición, había ahora un niño de dos o tres años tumbado, boca abajo, en la arena. Llevaba zapatitos de deporte, camiseta roja y pantalones cortos de color azul; la misma ropa que podría llevar mi hijo, de la misma edad, en un día cualquiera. La camiseta se le había subido un poco y mostraba parte de su torso desnudo. En ese momento, y de manera inconsciente, sentí ganas de acercar mi mano y acariciarle la cabeza, la espalda. De cogerlo por las axilas y ayudarle a levantarse. De decirle que no había pasado nada mientras le colocaba bien la ropa y le daba la mano para marcharnos juntos a buscar a sus padres caminando por la playa. Pero entonces, en un arrebato de lucidez, volví a mirar la imagen y al enfocarla de nuevo comprendí que estaba muerto y lloré. Fue una mezcla de impotencia y de tristeza. Lloré de impotencia por no poder hacer absolutamente nada por él  ––aunque hoy escriba estas líneas––. Lloré de tristeza porque nunca más, nadie, podrá volver a verlo jugar, ni contemplar su sonrisa, ni escucharlo cantar. Y entonces me di cuenta de que mi llanto era egoísta porque en ese niño yo, como el resto de los que podemos llamarnos seres humanos en lugar de monstruos, lo que buscaba y sabía que nunca más en él volvería a encontrar era mi felicidad.

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