martes, 2 de diciembre de 2014

Reino Unido: ¿Un caballo de Troya en la Unión Europea?

Por Sergio Polo

El final de la segunda guerra mundial dejó el mundo dividido entre dos nuevas superpotencias que se disputaban su hegemonía y una serie de países europeos, la mayoría antiguas metrópolis coloniales y que ahora se subordinaban a ellos.  Estos países, especialmente debilitados, trataban de recuperarse de la devastación que les había provocado la guerra además de recomponer su prestigio y reputación. Desde el primer momento Francia tuvo claro que esto último, el prestigio y la reputación, eran dos cualidades muy valiosas que no se podían negociar y, a pesar de su derrota en 1940 y con el inestimable empeño del General de Gaulle, hizo todo lo posible para que se le reconociera como potencia vencedora participando en la ocupación del país que durante la guerra la había invadido y ocupado. No obstante, una serie de reveses internacionales sufridos años más tarde y que culminaron con la pérdida de Argelia en 1962 dejaron a Francia sin sus colonias y con su mirada puesta de nuevo en Europa. Allí, tras la victoria aliada se había procurado un acercamiento entre ésta y Alemania, incidiendo en su reconstrucción, para lograr una paz duradera. Así fue como seis años después, en 1951, ambos países firmaron junto con Italia, Bélgica, Luxemburgo y los Países Bajos, la Comunidad Económica del Carbón y del Acero (CECA) y seis años más tarde, mediante el Tratado de Roma, constituyeron la Comunidad Económica Europea (CEE) cuya unión se pactó en 1957.

Por otro lado y desde el final de la guerra, el que fuera primer ministro británico, Winston Churchill, primero durante la contienda (1940-1945) y seis años más tarde, tras la victoria de su partido y la dimisión de Clement Atlee (1951-1955), había sido un claro defensor de la unión de Europa para evitar así nuevos conflictos entre Francia y Alemania. Sin embargo nunca abogó por la inclusión en ella del Reino Unido ya que, según sus consideraciones, su futuro estaba ligado al de los Estados Unidos. Pero tras el fracaso de la EFTA (Asociación Europea de Libre Comercio), impulsada por ellos mismos para contrarrestar el creciente poder de la CEE, el Reino Unido propone en 1961 su adhesión a las Comunidades Europeas. Esta petición resulta rechazada  en 1963 por el entonces presidente francés, Charles de Gaulle, por considerarlo un caballo de Troya de los Estados Unidos y al ser de la opinión de que su ingreso solo acarrearía problemas. Lo mismo sucedió en 1967 cuando los británicos volvieron a intentarlo y se volvieron a encontrar con la negativa del obstinado general que los vetó de nuevo. Así, hasta que en 1973, y bajo el gobierno del conservador Edward Heath, por fin Londres logró unirse. Fueron unos pocos años de entusiasmo británico en la Comunidad Europea, concretamente seis, los que tardó Margaret Thatcher en llegar al poder en 1979. De Thatcher se hicieron famosas sus tres palabras más repetidas en Bruselas: “No, no y no” o  el “que me devuelvan mi dinero” frase pronunciada una y otra vez mientras negociaba el llamado “cheque británico”. Desde entonces, y con los sucesivos gobiernos que le han seguido, el Reino Unido se ha convertido en un freno, un miembro problemático e incómodo, casi siempre rezagado y que entorpece continuamente los avances que proponen los demás socios, reservándose a adoptar, la mayoría de las veces, sólo las medidas que le resultan convenientes para sus propios intereses. Así hasta que a principios de 2013  el primer ministro conservador David Cameron anuncia la celebración de un referéndum en 2017 sobre la pertenencia de Gran Bretaña a la Unión Europea, abriendo un nuevo frente en las más que controvertidas relaciones entre Londres y Bruselas.   

¿Será el Reino Unido el primer país en abandonar el proyecto europeo? Hagan sus apuestas; Alemania ya le ha enseñado la puerta.

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